El joven jaragüeño, de veinticuatro años de edad, que había estado al servicio del célebre alcalde mayor Roldán, cuando éste se rebeló contra Colón en jaragua, era el que con más frecuencia llevaba sobre sus espaldas al infantil cacique. Su amo le había impuesto el nombre español de Tamayo, por haber encontrado semejanza entre algunos rasgos de la fisonomía del indio con los de otro criado de raza morisca que tenía ese nombre y se le había muerto a poco de llegar de España a la colonia. El antiguo escudero de Roldán parecía haber heredado el aliento indómito de aquel caudillo, primer rebelde que figura en la historia de Santo Domingo. Manejaba bien las armas españolas; llevaba espada y daga que logró hurtar al escaparse a las montañas, y hallaba singular placer en hacer esgrimir esas armas a su pupilo Guarocuya, que por esta causa, y por conformarse Tamayo a todos sus gustos y caprichos de niño, lo amaba con predilección. Siendo el único que podía decirse armado entre los indios, Tamayo era tal vez por lo mismo el más osado y más fogoso de todos. Un día, seguido del niño Guarocuya, descendió de la montaña un buen trecho alejándose del campamento: vagaba a la ventura buscando iguanas, nidos de aves y frutas silvestres, cuando advirtió que se acercaban haciéndole señas dos indios, precediendo a un hombre blanco, uno de los temidos españoles. Este, sin embargo, nada tenía de temible en su aspecto ni en su equipo. Iba vestido de negro, y su única arma era un bastón, que le daba el aire pacífico de un pastor o un peregrino