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All I Ever Do Is Leave funciona como una pequeña película familiar que se rebobina y se vuelve a proyectar, pero ahora con ojos de adulto. Luke Combs recuerda cuando era niño y, con un guante de béisbol desgastado, intentaba lanzarse la pelota contra la pared porque su papá aún no había llegado del trabajo. Esa ausencia infantil parecía enorme, aunque la casa seguía llena de amor, luz y pequeños milagros cotidianos: el dinero de la «tooth fairy», la basura sacada, los besos a medianoche y un whisky al que siempre le faltaba un trago. Con el tiempo, el narrador descubre que aquel supuesto abandono era, en realidad, sacrificio. Su padre no estaba lejos por falta de cariño sino para mantener encendida la luz y viva la esperanza en el hogar.
Hoy, convertidos los roles, Luke repite la historia: él es quien llega tarde mientras su propio hijo lanza la pelota contra la pared. La canción, entonces, es un abrazo de gratitud que rompe el ciclo de los malos entendidos y nos recuerda que el amor a veces se disfraza de distancia. Con un tono nostálgico pero esperanzador, Combs nos invita a mirar más allá de las apariencias y reconocer lo que de verdad sostiene a una familia: la voluntad de estar presentes, incluso cuando el trabajo nos obliga a lo contrario.